domingo, 2 de octubre de 2011

EL OFICIO DE GOBERNAR

Julio Irazusta
JULIO IRAZUSTA: La Nueva República, Buenos Aires, N° 14, 12 de mayo de 1928.

No obstante la ficción democrática, la mayoría de los ciudadanos no está en condiciones de ocuparse de la política, sea que necesiten todo su tiempo para la gestión de importantes intereses particulares, sea que carezcan de la aptitud requerida. Y como la política es necesaria, porque antecede a todas las otras acciones humanas, alguien o algunos deben tomarla por su cuenta y llevarla a cabo.

En la práctica ordinaria de la vida, cuando se quiere hacer una cosa cualquiera, se busca al obrero competente. Para la construcción de un reloj, un relojero, para la cultura de la tierra, el agricultor; para la cría de ganado, al ganadero; para la venta comercial, al buen vendedor. Al que quisiera proceder de otro modo (prescindir de la persona competente), lo menos que le podría suceder sería que tuviese que pagar el aprendizaje de quien no es el perito. Y la pérdida sin duda no sería pequeña. Todos los hombres no son aptos para todo: es un dato de la diaria experiencia; y muy pocos son los que llegan a una relativa universalidad de aptitudes. Que cada persona haga una sola cosa es la manera de hacerla bien.

La regla anterior -que es vieja como el mundo- no tiene por qué no aplicarse a la política. Ésta es un oficio, el oficio de gobernar. Quevedo decía: "el oficio de reinar". Se refería al gobierno de un rey. Pero la división del trabajo que la práctica de aquel oficio comporta se realiza mas o menos bien en las repúblicas, las democracias y las aristocracias.

Debido a su dificultad, mayor que en la generalidad de los otros oficios, el de gobernar requiere naturalmente mayor especialización. Donde ésta es entorpecida por las instituciones o por la costumbre, el ejercicio de la política no puede menos que sufrir grave daño. En efecto, donde el político profesional tiene que perder su tiempo en la politiquería de comité no puede aprovecharlo para el estudio.

Pero, ¿en qué consiste el oficio de gobernar? ¿Será en la ciencia militar? ¿Será en el arte de la legislación? ¿Será en la ciencia de la economía?, ¿o en la de la jurisprudencia?, ¿o más bien la diplomática? Con todas ellas ha sido confundido. Unas veces porque las circunstancias han hecho un monarca de un soldado feliz, como César o Napoleón, otras, porque ciertos reyes han sido sabios legisladores, como algunos de los españoles; otras, debido a la importancia que ha tomado la economía en la política de los tiempos modernos;
otras veces, porque el recuerdo que se conserva de un rey famoso es el de un administrador de la justicia, como San Luis, o de un diplomático, como Luis XI. Esos gobernantes famosos han pasado a la Historia habiéndose distinguido especialmente en una actividad. Pero cada uno de ellos ha sido a la vez militar y legislador, economista, juez y diplomático. En la medida que alguno de ellos ha sido principalmente una cosa en desmedro de las otras, su obra ha debido sufrir. Así Napoleón, llevado por su genio militar, emprendió más conquistas que las que la situación política de su tiempo le permitiría conservar. Y su caída se debió a lo que constituía su mayor grandeza.

Todas aquellas ciencias podrían ser llamadas auxiliares. Cada una de ellas es parte de lo que debe saber el gobernante. Un gobernante que no fuera más que economista podría realizar soberbios ahorros con la supresión de todo gasto militar, dando a sus gobernados una prosperidad ficticia, hasta que el extranjero viniese a hacerles pagar para su ejército lo que no les hicieran gastar en el propio. El caso opuesto al de Napoleón sería el de un jefe de Estado que echara las bases de una osada combinación internacional, sin
tener el ejército o la marina que le permitiera afrontar los conflictos en que podría verse complicado; y así sucesivamente. Luego, si cada una de las ciencias auxiliares es sólo una parte de lo que debe saber el gobernante, el oficio de gobernar no puede definirse por ninguna de ellas, ni absorberse en una sola de ellas. Es algo más amplio, es la especialidad de lo general. 

Hay que entenderse acerca de semejante denominación. El gobernante no necesita conocer el detalle de las ciencias auxiliares. Si tuviera que ser tan versado en ellas como los respectivos especialistas, haría más de una cosa, lo que sería contrario a la máxima establecida al comienzo, sin tener en cuenta que no le alcanzarían varias vidas para llenar esa condición. El gobernante decide de la aplicación de los esquemas ideados por el militar, el legislador, el economista o el diplomático, y en este sentido las disciplinas que estos cultivan le están subordinadas. Pero, para decidir, además del discernimiento de la oportunidad, necesita tener nociones generales acerca de las ciencias que han servido para idear lo que se trata de poner en práctica. Como las ciencias particulares están indirectamente subordinadas a la filosofía, las que hemos llamado ciencias auxiliares del gobierno lo están a la política, también indirectamente. Y así como el filósofo debe poseer nociones suficientemente profundas de las ciencias particulares, el gobernante debe, por lo menos, conocer los principios de las que puedan servir en el desempeño de sus funciones.

El oficio de gobernar consiste en el mando, en la decisión, no en la deliberación. Ésta va implicada en el hecho del gobierno, pero no es el gobierno. La política es una actividad práctica; y como tal depende de la voluntad, que es un proceso de unificación. El mejor agente de la unidad es la unidad; y ésta se obtiene mejor en el uno que no en lo múltiple. El gobierno propiamente dicho debe ejercerlo uno solo. Donde el representante del ejecutivo no es el jefe supremo del país, las circunstancias suelen exigirle que asuma las
funciones de tal. Durante la paz las democracias no reconocen jefe, pero en la guerra, dice Cicerón, obedecen a los magistrados como si éstos fueran reyes: "valet enim salus plus quam libido". Sin la dictadura militar de Joffre en los primeros meses de la guerra, Francia no hubiese podido resistir al primer impulso de la invasión alemana. 

Hasta en la paz de las democracias no pueden menos que dar cabida a la división del trabajo, en virtud de la cual los que hacen política pueden difícilmente hacer otra cosa que política. El profesionalismo, contrario al principio democrático, se ha desarrollado en esa actividad tan naturalmente como en todas las demás. Sólo que no es el bueno porque forma especialistas de la politiquería más bien que de la política. Y si los politiqueros llegan después de mucho bregar por abrirse cancha, al gobierno, llegan tarde y duran poco en él, y su aprendizaje se resiente de los vicios inherentes a ese retardo y a esa inestabilidad. El que de viejo empieza a emprender el verdadero oficio de gobernar, que no consiste en adular y seguir a la multitud, sino dirigirla, hará un largo y penoso aprendizaje; y si cuando ha llegado a saber un poco tiene que irse, volviendo a la politiquería de donde viniera, perderá enseguida el tinte que había adquirido de su nuevo oficio. La democracia no puede ser sino el reino de los viejos y de los incapaces.

En las repúblicas el oficio de gobernar se cultiva mejor. La familia está en pie y forma los obreros para una empresa determinada sobre una escala de tiempo más larga, y con menos gasto que las diversas instituciones públicas creadas por las democracias para hallar las vocaciones individuales. La herencia de los oficios que el pueblo practica en el comercio, la industria y las carreras liberales, se extiende a la política, y así son posibles las familias de generosos y competentes servidores del Estado, para honra y provecho de las repúblicas.

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