martes, 21 de mayo de 2013

EL ROBO SILENCIOSO: La Expropiación del Tiempo al Trabajador y al Hombre


Uno de los grandes dilemas de la humanidad que ha ido transformando la vida del hombre ha sido, sin dudas, el tiempo.
Aristóteles ya le daba al uso del tiempo un significado muy especial, sin imaginarse jamás las características que iría adquiriendo con los siglos este hálito invisible, veloz y cambiante, pero real. Inmutable, todo se devora, nada deja en pie, expresa en la cara y el cuerpo de la persona su paso, por más que el hombre moderno quiera mitigar ese deterioro con maquillajes incruentos que no hacen más que acentuar la dicotomía entre lo que se es, en apariencia, o lo que en verdad se debería ser. Quizás salgamos a recorrer el mundo luego de un recauchutaje sensacional, pero todo es en vano, en el interior somos la misma persona que vive roído por los impertérritos dolores tanto espirituales como corporales.
Pisamos las cosas mas lindas que Dios nos ha dado, el mundo no para es una comedia y la función que siempre debe continuar. La gente con rostros en blanco ya cansados y cansados de volar.    
Para Aristóteles, el único freno posible a la celeridad del tiempo es la contemplación. La contemplación tiene la virtud de observar y descubrir las maravillas del mundo que Dios nos ha dado para gozar y disfrutar.
Contemplar significa ser dueño de su propio tiempo, hacer significa ser esclavo del tiempo. Por ello es que los antiguos daban tanta importancia al ocio generador de ideas enriquecedoras de la vida para el buen vivir.    
Volviendo al tiempo, muy pocos son dueños de su tiempo. Los niños, algunos pocos,  que todavía no son atosigados con jardines y escuelas desde que nacen; los ancianos a los que les queda la capacidad de la imaginación para volar y volar en busca del reencuentro con los seres perdidos, con los momentos felices de antaño; a los vagabundos y errantes que soportan estoicamente la miseria, disfrutando del tiempo que les pertenece, que les es propio; los viejos campesinos que aún sobreviven y que hacen de la vida del campo un devenir natural sometido a los anhelos de Dios, y gozan y se regocijan con cada planta que retoña, con cada animal que nace. Y muchos otros que no se han dejado fagocitar por este embrollo de consumo, dolencia y muerte. 
Ha sido sin dudas el capitalismo, con su impronta de sometimiento y destrucción material y espiritual, el origen preciso de este abatimiento.  
En sus inicios, trataron de domesticar al hombre a través de los obreros que provenían de un ámbito de pausa y gozo, donde el tiempo era un capital inembargable. Artesanos y campesinos fueron sometidos a esta insensatez, al principio huyeron en busca de lares mejores, pero volvieron – los arrebatadores sabían que volverían – pues el dolor del hambre es más poderoso que toda aspiración de libertad.
Y así, en la expropiación paulatina y certera del tiempo, se fue consumando uno de los robos más siniestros y escandalosos de los últimos siglos.       
Con la cabeza doblada, con la esperanza menguada y con el dolor indescifrable de soportar tantas horas lejos de su ámbito, de sus afectos, de su familia fue intentando otros paliativos ante esta sustracción, Disminuir la jornada, conseguir días de descanso fue un imperativo casi inalcanzable.
Y de esos tiempos sostenidos con fiereza y de otros recuperados con sangre, fueron surgiendo tantas organizaciones y reuniones que consolidaban la vida familiar. La misa del domingo, los encuentros deportivos, los anocheceres en los clubes, las obras de filantropía y la ayuda solidaria fueron los evasivos enriquecedores ante tanta arbitrariedad.
Pero el capitalismo con el tiempo – en su voracidad infinita de ganancias – supo encontrar en ese ocio contemplativo y recreativo el espacio idóneo para seguir forjando ganancias.
La diversión y el turismo luego se fueron transformando en hechos lucrativos que persiguen el lucro en distintas dimensiones.
Con el avance del capitalismo y de las empresas multinacionales, se derramaron nuevas y funestas condiciones sobre el tiempo de los trabajadores. La jornada se hizo interminable, los días de descanso comenzaron a escasear y los pequeños emprendimientos familiares se vieron doblegados por esta invasión, la que sin compasión se llevó todo como el torrente incruento de las inundaciones. Grandes burdeles comerciales e industriales abiertos de sol a sol se llevaron el trabajo y la esperanza de muchos lugareños que con esfuerzo incalculable habían estado al servicio de sus vecinos.
Todo fue distinto, los ámbitos de convivencia y los estilos de vida inalterables durante tanto tiempo se esfumaron de la noche a la mañana y el becerro de oro traído de tan lejos era el bien anhelado por todos.  
El capitalismo ha hecho efímera la distancia que existía entre el tiempo dedicado al trabajo y el tiempo dedicado al ocio y la contemplación.
Esa sujeción permanente al trabajo, ha hecho que el hombre haya perdido la capacidad natural para disfrutar del ocio, generando la misma una sensación de culpa imposible de sobrellevar.
Ya el tiempo no le pertenece al hombre.
El capitalismo tardío - ¡la globalización! – produjo un cambio sustancial en la vida y el comportamiento del hombre. Ha perforado todos los ámbitos de la vida del hombre, lo que antes anhelaba, hoy causa repulsión. El consumo desenfrenado ha reemplazado la compra de bienes para la vida.
El individualismo ha calado hondo, el diálogo creativo entre los hombres se ha trocado por un diálogo efímero entre el hombre y los artefactos electrónicos, entre el hombre y los animales, a sabiendas que de la contraparte no va a tener ningún tipo de objeciones.
Ese individualismo es un hálito que emerge poderoso sobre las relaciones sociales, aún sobre la familia – en extinción – coronando un eslabón insustituible del capitalismo.  
En síntesis, lo que languidece, lo que muere es la solidaridad en el sentido universal del término. Quedan islas aisladas de esta integridad humana, pero naufragan ante los mares del individualismo.
Son efímeras estas prédicas inconsistentes, de moda, que intentan domesticar al león capitalista, ignorando que su instinto no admite atisbos de respeto hacia la persona humana.
Trabajar, trabajar, para luego comprar y comprar, y si no alcanza el dinero disponible, endeudarse, para proveerse de lo que demanda este tiempo de goces y placeres infinitos.
Es tal la voracidad por apoderarse del tiempo virgen que aún sobrevive en los lugares más remotos, que hasta allí llegan estos engendros multinacionales arrasando el disfrute y buen vivir de lugareños que serán condenados a padecer por salarios indignos, que conlleva a una vida de tristeza y desazón.  
A ello se le debe agregar las enfermedades que brotan por doquier, como el humo de las chimeneas que emergen fastuosas rompiendo la belleza natural. Las mismas son sabiamente disimuladas, pues en su reemplazo hay miles de necesitados para reemplazarlo.
Los Señores del Tiempo, siguiendo a Denes Martos, han logrado domesticar el hombre y apoderarse de su tiempo.
Lo hicieron a través del dinero, infundiendo despiadadamente el sendero del hedonismo y el consumismo.
Lo hicieron a través de la competencia feroz, obligando al que aún es trabajador a regalar su tiempo a fin de mantener su empleo y por ende, su nivel de consumo.  
Lo hicieron, y ésto tiene un aspecto más profundo de dominación, incentivar y priorizar el corto plazo, abandonando de ex profeso el pasado y el futuro de las generaciones venideras, sin interesar dejar un mundo aniquilado por la soledad y la depredación.
El salario justo, declamado en infinitas conferencias y artículos, no depende sólo de una retribución adecuada, es mucho más amplio, y conlleva, entre otros aspectos esenciales, el respeto del tiempo del trabajador, el cuál es un don intransferible del hombre para utilizarlo, en parte para sobrevivir, pero también para ocuparse de cosas prioritarias de la vida como la familia, y la admiración y el recogimiento en los bienes superiores

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