viernes, 2 de septiembre de 2016

Ante la afrenta recibida por las hermanas del Carmelo de Nogoyá


Marcelo González
Por razones de parentesco con una religiosa y otros designios providenciales, a muy temprana edad frecuenté uno de los tantos Carmelos con que está bendecida la Argentina. Los Carmelos o monasterios carmelitas, de la orden reformada por Santa Teresa de Jesús y luego preservada del ciclón conciliar -en su rama femenina- por la beata Madre Maravillas de Jesús, son un caso excepcional en el paisaje religioso católico mundial.
Días atrás, en Nogoyá, Entre Ríos, Argentina, un juez inicuo tuvo la brutal idea de hacer derribar la puerta del Carmelo local, en un allanamiento policial ordenado por él, bajo los cargos de “tormentos” practicados a las religiosas. La madre superiora pedía la llegada del obispo para abrir el claustro, pero el juez no podía esperar. Temía que las pruebas de los soñados tormentos se destruyeran. ¿Se curarían también las huellas en los cuerpos de las atormentadas, así como los síntomas de desnutrición grave a las que –según los denunciantes- eran sometidas? ¿Moriría alguna por falta de suero y asistencia médica en pocas horas?
Tengo la gracia de haber dialogado largamente con hermanas carmelitas durante años. En el locutorio, a veces en grupo, con otros amigos, a veces yo solo. Ellas, en especial la entonces superiora hoy fallecida Madre Isabel, mujer de vivísima inteligencia, de modales maternales dulces, firme en sus consejos, y sobre todo generosa; mujer muy culta, paciente con mis preguntas y objeciones, una madre espiritual aún con ese entenado que no era de su rebaño.
Las hermanas carmelitas me encaminaron (no solo a mí, sino a muchos amigos) en la devoción mariana según la consagración propuesta por San Luis María Grignion de Montfort, gran apóstol cuya obra espiritual se puso en evidencia cuando las regiones de Francia donde hizo su prédica resistieron hasta el martirio las persecuciones de los revolucionarios de 1789. Fue el apóstol de los vandeanos.
En aquellos días de consternación conciliar, solíamos recibir orientación y buena doctrina. Ellas estaban amenazadas por cambios en las reglas que querían destruir el espíritu de la Santa Fundadora. Aún bajo tal presión y congoja, acosadas por los carmelitas varones que masivamente capitularon de la regla de San Juan de la Cruz, estas mujeres nunca perdieron la calma. Más bien fueron ellos, quienes en sus visitas canónicas las presionaban con fiereza para apartarlas del espíritu teresiano, los que terminaron yéndose alterados.
Testimonios de las Carmelitas de Nogoyá
Estos nuevos revolucionarios pusieron sus esperanzas en la extinción por cuestión de edad. Las jóvenes no podían seguir llegando al Carmelo para vivir bajo esa regla… y sin embargo fue la única orden que nunca estuvo falta de vocaciones.
Mi pariente, que hoy ronda los 84 años y hace 64 que es religiosa -si no me falla la cuenta, porque las “torturadas” carmelitas gozan de una eterna juventud- no solo espiritual sino también física, tiene la alegría de ver que jóvenes que aún no terminan la secundaria ya tienen la decisión de ingresar al monasterio. No me sorprende, porque el poco rato que se puede hablar con ellas es una experiencia notable. Tienen una alegría de niñas, y el candor de la vida consagrada. Más de una vez estuve ante toda la comunidad que, tras las rejas del locutorio, se sentaban en el suelo con envidiable agilidad, incluso las más mayores. Si algo no he oído en mis diálogos con ellas ha sido angustia, tortura, agonía ni tristeza.
Acabo de ver unos vídeos de las hermanas de Nogoyá. Me recordaron muchísimo a aquellas carmelitas que yo visitaba hace 40 años y que luego fui a ver solo en pocas ocasiones, por circunstancias que en parte deben atribuirse a mi ingratitud y en parte no.
Hace unos 8 años, mi padre padecía en sus días finales una enfermedad dolorosa, y mientras me dirigía a verlo recordé que tal vez no tendría puesto su escapulario del Carmen, habiendo ya recibido todos los sacramentos de los moribundos. Tal vez en medio de tanto médico e internación se habría quedado en la ropa. Lo recordé cuando pasaba cerca del Carmelo, tal vez por eso. Me detuve e intempestivamente pedí hablar por el torno hermana a cargo. Dije quién era, y empecé con una explicación, dada mi larga ausencia, sobre mi antigua relación con la casa: la hermana me dijo. “Yo soy nueva, pero sé quién es Ud. Las hermanas mayores han hablado muchas veces del grupo de amigos con los que Ud. venía de visita”. Primera sorpresa. Segunda. “Su capellana sigue rezando por Ud.”.
Es verdad, en su momento la superiora nos asignó a todos estos amigos, a cada uno, una “capellana”, una religiosa que nos encomendaba en particular en sus oraciones. Y yo olvidado de que tenía una perseverante capellana.
Siempre guardé con gran cariño los regalos que nos ofrendaron el día de la Consagración a la Virgen según la fórmula de San Luis María. Conservo un medallón bordado con la fecha y mi nombre. Y conservo, aunque ahora está en otro lado, un escapulario del Carmen, grande, que me acompañó durante toda mi vida. No lo llevaba conmigo, sino que lo tenía en mi cuarto y luego, cuando me casé, pasó al cuarto matrimonial.
Testimonios de las Carmelitas de Nogoyá
Hace menos de un año, el 7 de octubre, buena fecha para morir, mi madre falleció mientras con mi esposa y alguno de mis hijos tratábamos de socorrerla. Creíamos que se había ahogado con la comida pero murió de un tromboembolismo, común en las personas postradas. La velamos en casa y puse entre sus manos, además de un rosario, que ella siempre rezaba, el escapulario grande que me hicieron las carmelitas. Lo llevó de salvoconducto a su tumba. Ambos, mi padre y mi madre, murieron en días jueves. Ambos con el escapulario del Carmen. Ambos provistos por las carmelitas.
Ciertamente hace años que no tengo un diálogo con ellas, y les debo una visita junto con mi esposa y todos mis hijos. Ellos son, en buena medida, un fruto de los riquísimos diálogos que tuve la gracia de intercambiar con estas buenas religiosas. Ellas me trazaron un rumbo y luego rezaron para que no lo abandone. Y así debe de ser efectiva su oración porque con mil tropiezos y tentaciones de abandono, aún trato de seguirlo, aunque progrese más que a duras penas.
Solo una persona ignorante o mal nacida puede atropellar de tal modo un monasterio. Más respetuosos han sido hasta con el cuestionable convento donde terminaron los bolsos con dinero de cierto célebre ex funcionario. Allí nadie tiró puertas ni atropelló a las religiosas, que ciertamente, más allá de su piadoso título, se han apartado de la vida de santidad que su consagración les impone. A estas monjitas virtuosas, en cambio, se las somete a humillaciones y calumnias. Hasta el biógrafo papal, Sergio Rubín, que es entrerriano, tuvo la bajeza de hablar de “costumbres medievales” y aparejar las penitencias que recomienda una santa y alaba la Iglesia con la “esclavitud”. Una actitud miserable. A Dios gracias, su obispo, Mons. Puiggari, actuó con valentía y decoro, lo que confirma sus buenos antecedentes.
Que Dios guarde a todas estas virtuosas hermanas del Carmelo, muchas de ellas santas, no lo dudo. Y a los que permanecen fieles al espíritu de sus fundadores, a pesar de todo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

DEJENOS SU COMENTARIO, ¡ALABADO SEA JESUCRISTO!