Lejos de
nuestro dominio la noble ciencia de la jurisprudencia, de un modo peculiar y
sencillo diremos por qué nos manifestamos abiertamente a favor del dos por uno.
Por cada
engaño y fraude que se dice a mansalva, casi unánimemente, nosotros hemos de
asumir el deber de proclamar dos verdades. Dos verdades rotundas y
categóricas por cada embuste. Ese es
nuestro propósito.
Empecemos
por los fraudes argumentativos de los clérigos.
El
flamante Capellán Castrense Santiago Olivera –hijo dilecto, antes que de su
respetable genealogía, de ese titán del
ahembramiento que fuera Monseñor Laguna- acaba de decir, en declaraciones
recogidas por la Agencia Télam el 8 de mayo, que el beneficio de la reducción de
años de prisión y de pena a los militares presos “no lleva a un camino de
reconciliación, tal como lo pregona la Iglesia”. Y acota: "A veces se cree
que pensar en un camino de reconciliación supone también impunidad y dejar
atrás los delitos aberrantes cometidos; pero no es así, la verdadera
reconciliación sólo se va a conseguir con justicia, con reparación y con
verdad[...]. La impunidad siempre prepara nuevos delitos[...]. Para nada se
busca el olvido, eso no es lo que la Iglesia busca[...]. Como decía una
familiar de desaparecidos montoneros, que dio una charla en nuestro encuentro
[se refiere a la última Asamblea de la Conferencia Episcopal], no se puede
mirar la vida con ojos de pirata, es decir, hay que mirar con los dos ojos,
porque han sufrido de los dos lados; claro que uno, ciertamente mucho más
grave, porque el Estado debe defendernos y cuidarnos y no utilizar métodos
totalmente inaceptables".
Olivera
debería saber que la reconciliación que propone la Iglesia es otro nombre del
sacramento de la penitencia o confesión, y nombre que damos por lícito en la
medida en que nos remita al texto paulino (2 Cor.5,20): “dejáos reconciliar con
Dios”, y aún a las mismísimas palabras de Nuestro Señor: “ve primero a
reconciliarte con tu hermano” (Mt.5, 24).
Siendo
ésta y no otra la reconciliación que pide la Iglesia, si alguna
incompatibilidad con ella puede surgir, salta a la vista que brota de quienes
han militado en las filas del marxismo ateo y siguen pregonando su negativa a perdonar y su derecho a odiar
–empezando por el curerío tercermudista- y no de parte de quienes han combatido
llevando en muchos casos sus fusiles y sus pechos ornados con rosarios y
escapularios. Si la Iglesia es la basura equiparable a la dictadura, según
canturrean convulsos y posesos, y si el infierno son los otros, según han
aprendido de sus mentores, la amenaza a la reconciliación propuesta por la
Iglesia no parece proceder de las filas de los militares que serían
excarcelados o beneficiados con alguna reducción de sus penas. Antes bien,
dicha amenaza la conforman –y de un modo ferozmente explícito- quienes agitan
los pendones del rencor inextinguible contra sus víctimas.
U Olivera
desconoce el genuino significado eclesial de la reconciliación, o desconoce a
sabiendas la perversidad ingénita de las ideologías que alientan la venganza
perpetua en desmedro de los combatientes antisubversivos de las Fuerzas Armadas de la Nación. En desmedro de
ellos, pero también de sus familiares, de la guerra contrarrevolucionaria, y de
todo cuanto roce o evoque siquiera la presencia de los uniformes patrios.
Que
desconoce lo primero surge de su ninguna referencia al carácter sacramental del
acto reconciliador, asociándolo en cambio –con un criterio crasamente
inmanentista- a las muletillas de los relatos oficiales sobre la verdad, la
reparación y la justicia, categorías que no remiten nunca a un horizonte
sobrenatural sino a seguir alimentando las sentencias unilaterales y capciosas,
las indemnizaciones abultadas a los partisanos y la absoluta inmunidad
garantizada a quienes integraron las bandas guerrilleras. El mundo político no
conoce hoy otro uso de las palabras reparación, verdad y justicia que no sea el
que ha impuesto la semántica de las izquierdas. Jamás se menciona la reparación
pendiente a los héroes castrenses de la guerra justísima contra el bolchevismo,
ni la verdad histórica adulterada por los profesionales del maniqueísmo, ni la
justicia como ese dar al fin lo que le toca de honor y de dignidad a todo aquel
soldado que genuinamente la mereciera.
Que
desconoce lo segundo, esto es la ruindad intrínseca de las agrupaciones
terroristas, surge del uso de la expresión “delitos aberrantes”, claramente
aplicada a los militares pero que en ningún momento osa especificar como
atributo particular y aborrecible de aquellas organizaciones insurgentes. En la
misma y engañosa semántica que hoy nos envuelve, se reserva en exclusiva el
infamante mote para la represión contra las células criminales del marxismo,
indistinguiéndose adrede entre represiones legítimas e ilegítimas, entre usos y
abusos de la fuerza; como se reserva la prevención contra la impunidad, no para
los verdaderos impunes –que son poder desde hace largos años y están
encumbrados insolentemente en altos cargos públicos- sino para aquellos que
paradójicamente son los únicos que han sido castigados, sin distinguir justos
de pecadores, condecorados de Malvinas o veteranos de los montes tucumanos.
En el
revoltijo que adrede han creado, todos pueden ser a la vez apropiadores de
niños o sádicos verdugos o desaparecedores de inocentes. La posibilidad cierta
y concreta de que tengan capturados a centenares de prisioneros de guerra, como
brutal acto de revanchismo trazado a perpetuidad, no entra en las
consideraciones de esta morralla clerical ni tampoco entre la rufianería laical
de la partidocracia, a la que el corrupto Macri acaba de entregarles el nuevo
trofeo de la marcha porcuna de los pañuelos blancos.
Por cierto
que “la impunidad siempre prepara nuevos delitos”; pero este axioma lo tenemos
visto y comprobado hasta la náusea en los impunes reales, de nombres y
apellidos famosos, revestidos de honorables funcionarios o de relumbrones
personajes mediáticos, y no en los que no han sido alcanzados por la impunidad
generalizada con que el sistema blinda a sus agentes, sino más bien por
castigos brutales, aplicados sin discriminar a todos aquellos a los que se
supone insertos en crímenes de lesa humanidad. A pesar de que probado está que
tamaño cargo es un sayo fabricado a posteriori, aplicado retroactivamente, y
arbitrariamente formulado para aprisionar sin salida un cuerpo ya vencido y
condenado. Milagros leguleyos de los garantistas de los derechos de la
violencia roja y de los abolicionistas de todo derecho a quienes se batieron
contra ella.
La
impunidad que ha preparado nuevos delitos, y que los ha consumado ya sin
necesidad de preverlos sino de constatarlos, es la impunidad que se les ha
otorgado a centenares de cuadros montoneros y erpianos, quienes alzados desde
1983 con las riendas de todos los poderes públicos, no han dejado fechoría por
cometer ni crimen por organizar ni desmán por perpetrar ni saqueo por incurrir.
Si “para nada se busca el olvido”, según Olivera, pues he aquí un olvido grave
y funesto de los muchos en los que suele caer la hemipléjica y paralizada
memoria de estos pastores. No uno sino muchos son los olvidos culposos de los que
tendrán que rendir cuenta. Desde el olvido de que fue la Nación Argentina la
atacada e invadida por las fuerzas irregulares de la Guerra Revolucionaria
Marxista –en la que participó activamente un clero felón y disoluto con su
correspondiente Jerarquía- hasta el olvido de quienes han derramado su sangre
honrosamente defendiendo la Cruz y la Bandera.
Está claro
que “no se puede mirar la vida con ojos de pirata”, dice Olivera que le
sentenció un oráculo zurdo de los que convidaron a perorar en “La Montonera”; y
está claro que “el Estado debe defendernos y cuidarnos y no utilizar métodos
totalmente inaceptables".
Pero he
aquí la segunda verdad que debemos oponer al embuste del indocto prete. Los
métodos totalmente inaceptables no fueron patrimonio exclusivo del Estado
Liberal que encarnaron las cúpulas del malhadado e indefendible Proceso. Fueron
patrimonio, y en grado sumo, de los Estados Comunistas que financiaron,
solventaron, alentaron y ejecutaron la guerra revolucionaria en nuestro país. Los
sirvientes homicidas de esos Estados – agentes extranjeros o nativos, lo mismo
da- no han sido nunca sometidos a juicio por sus métodos inaceptables. Fueron y
son glorificados ante la sociedad como combatientes idealistas. Ellos, sus
abuelas, sus madres, sus hijos y la manada entera y rabiosa que los orbita;
ellos y el tropel inmundo de los que vivan sus asesinatos. Victoriosa la recua,
y lavados los cerebros masivamente, impuso entre sus consignas llamar métodos
estatales inaceptables a todos los recursos bélicos de los que se valió el
Estado para derrocar la invasión insurgente y artera. Como impuso un siniestro
medidor de pesadumbres, según el cual mayor es el sufrimiento de los
terroristas que el de aquellos que hoy sufren persecución y vejamen por haberlos
confrontado. El pastor del que se
esperaba –conforme a la lógica bergogliana- que tuviera el olor de sus ovejas,
ha preferido adherirse a la tuforada de los lobos y hacer causa común con
ellos. Es, lisa y llanamente hablando, un escandaloso acto de traición.
Dos por
uno, Monseñor Olivera. Diga usted su infundio; nosotros diremos dos verdades.
Presente
siempre en las bacanales eclesiales de la estulticia, Monseñor Víctor Fernández
(que persevera en ser apodado Tucho cual si fuera el remoquete honroso de pius
aplicado a Eneas), declara en La Nación del 10 de mayo que "Francisco ya
habló varias veces sobre los temas relacionados con la dictadura. Siempre
insiste en que no hay que pedir impunidad y que, especialmente en los delitos
de lesa humanidad, hay que aplicar la ley sin atenuantes”. Prosigue el
desdichado: “Cuando uno torturó y mató no puede exigir a los demás que le
faciliten una vida normal. Aunque lo hecho no se puede reparar, debe al menos
aportar información para que los familiares conozcan la verdad completa sobre
las víctimas. Una cosa es decir que también hubo crímenes atroces de parte de
los guerrilleros. Pero es inaceptable poner esto en el mismo nivel de los
crímenes cometidos desde el aparato estatal [...]. Algunos obispos se han
preocupado por los presos muy ancianos que no tenían suficiente atención
sanitaria. Estoy seguro de que eso no implica justificar lo que hayan hecho ni
pedir privilegios para asesinos [...]. Una de las personas [invitadas a
testimoniar en el encuentro reciente de la Conferencia Episcopal y cuyo
testimonio pide destacar] nos rogó por favor que seamos más claros y concretos
en el reconocimiento de nuestros propios errores y en el pedido de perdón. Y
otra nos pidió que no pretendamos sanar heridas que sólo se curan con el
tiempo, y que mejor nos dediquemos a la verdadera grieta, que son los millones
de pobres que sufren en la Argentina”.
No puede
extrañar a nadie que Bergoglio haya dicho lo que le atribuye Fernández. Ambos
tienen sobrada desvergüenza y oportunismo atroz para seguir invocando la figura
penal de Lesa Humanidad aplicada a las Fuerzas Armadas Argentinas, cuando en
rigor, si científicamente se estudia el tema, como lo ha hecho entre nosotros
con enjundia el maestro Enrique Díaz Araujo, no hay punto del Estatuto de Roma,
de 1998, en el que la tal figura penal quedó caracterizada, que no se le
aplique con fatídica propiedad al obrar sanguinario de las fuerzas marxistas.
Fiel
exponente de la asimetría moral que retrata a los estultos, Fernández cree que
no hay derecho a la vida normal para los soldados que combatieron a la
guerrilla, porque habrían torturado y matado. Situación que aún comprobándose
enteramente veraz en todos los casos –cosa que negamos- no tendría su
equivalente en los torturadores y matadores de nuestros hombres de armas o de
innúmeros civiles desarmados. Lo mismo cree el envenenante macrismo, para
algunos idiotas aún, encarnadura de “la derecha”. Por obra y gracia de esta
extraña dialéctica, la normalidad existencial sería el merecido obsequio y
tributo a los guerrilleros, las tribulaciones de la cárcel y el odium plebis
quedarían para aquellos que le presentaron batalla. Misericordia bergogliana en
estado puro.
La misma
dialéctica se aplica a la sangre derramada. Tienen dos pesos y dos medidas,
según Tucho. Si mata el Estado Argentino es un pecado contra el Espíritu,
imperdonable e irredimible. Si matan los Estados Cubano, Soviético,
Nicaragüense o Chino, poniendo el fuego y la plata en las manos de sicarios nativos
o foráneos, no tendrán “el mismo nivel” de gravedad.
De
comprobarse la plena veracidad de un aparato estatal argentino que cometió
delitos, no seremos nosotros los que erradiquemos el juicio moral a la hora de
reprobarlos. Pero insistir en la falacia del desnivelamiento de culpas, como si
detrás de las organizaciones marxistas no existieran varios aparatos estatales
convergentes y aliados, es una falsedad que hiede y cuyo hedor nos repugna.
Fernández
no quiere saber nada con otorgarles privilegios a los asesinos. Bien hecho.
Pero alguien debería acercarle un diccionario para que nos diga con qué palabra
sino con la de asesinato se deben calificar los actos cometidos por los
terroristas; y otro diccionario para que nos diga con qué palabra sino con la
de privilegio se debe calificar a la libertad irrestricta y al aplauso
generalizado de los que gozan los criminales miembros de las antiguas
agrupaciones subversivas, apañados cuando no aplaudidos por el oficialismo y la
oposición, indistintamente intercambiables.
Una
segunda verdad prometimos por cada engaño enarbolado como piltrafa por los
embaucadores profesionales. Y la segunda que le toca escuchar al impresentable
Tucho, y a sus pares todos de la Conferencia Episcopal, es que es redondamente
cierto lo que alguien les dijo cuando les pidió ser más claros y concretos en
el reconocimiento de los propios errores y en el consiguiente pedido de perdón.
Sólo que quien les hizo el reclamo equivocó groseramente su contenido. El
perdón pendiente de los obispos, con claridad y concretez, es por haber dejado de
ser católicos, patriotas, decentes y
varones. Es por haber perdido la lucidez y el coraje, la hombría de bien y, en
muchos casos, la simple y hormonal
hombría.
En cuanto
a la remanida cantinela de los millones de pobres que sufren, nunca será malo
el consejo de ocuparse de ellos. Pero entre las riquezas que esos millones de
pobres necesitamos, la mayor de todas es que, parafraseando a José Antonio, se
nos devuelva el alegre orgullo de tener una patria. Una patria en la que las
prisiones, los juzgados o los cadalsos estén para castigar condignamente a los
segadores de su cuerpo y de su alma, y las libertades concretas para aquellos,
a los que conociéndolos por sus frutos, podamos calificar de intachables.
Dos por
uno, Monseñor Fernández. Diga usted su fraude. Nosotros diremos dos verdades.
Entiéndase
que la consigna que lanzamos no tiene sólo a los clérigos por destinatarios.
Abarca a la variopinta gama de mendaces que, para oprobio de nuestro suelo, lo
cubre por los cuatro puntos cardinales. Farsantes de toda clase, condición,
estado o jerarquía, que al conjuro ominoso del Mentiroso desde el Principio,
han esputado su patraña en estos días de luto, desde los más altos sitiales
conquistados también por el favor de un régimen inherentemente embustero.
Que nos
digan ahora los devotos del sufragio universal, los bienpensantes del supuesto
mal menor, los católicos flojos de bragas, los nacionalistas vergonzantes cuan
confundidos, y el interminable repertorio de damas y caballeros de diestra, en
qué pedazo de tierra van a enterrar las cabezas para no ver a quien han
encumbrado cuando creyeron que la deyección kirchnerista era opuesta al detrito
del Pro.
De allí la
imperdonable y horrísona confusión –todavía, ¡ay!, entre los mismos soldados o
quienes se dicen sus representantes- de invocar a la democracia como el altar
ante el cual se habrían derramado las vidas y los padecimientos, las muertes y
las rejas de los que batallaron en nuestras guerras justas. Desde el Teniente
Cáceres hasta el Mayor Horacio Fernández Cutiellos –y la nómina es
gloriosamente inmensa- ninguno de nuestros próceres cayó por el sistema métrico
decimal. Ni fue al cántico de las urnas que quedaron yertos o mutilados los
guerreros de Malvinas o del Operativo Independencia, sino al son de nuestras
marchas épicas que simbolizan la Argentina Eterna. La defensa de la democracia
no merece que se vierta siquiera una célula pútrida de nuestros cuerpos, ni que
se ofrezca un segundo a las mazmorras del Régimen. En cambio, “para la patria
todo lo que la patria pide, que la alegría no entra en componendas y el honor
no se mide”.
Más que
nunca hay un solo mensaje vigente: Conoceréis la Verdad y la Verdad os hará
libres. Benditos sean, en la Argentina cautiva; benditos son, en tiempo
presente, quienes puedan proclamarse de este único modo posible, auténticamente
libres. Porque a esta libertad no la ciñe cancela o barrote alguno. La otorga
Dios como don precioso a los que libraron y libran en Su Nombre el buen
combate.
Antonio Caponnetto
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