martes, 7 de enero de 2020

Vida Nueva se apunta al ‘blanqueo’ de las relaciones homosexuales


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A diferencia de esta su publicación de rígidos semipelagianos que nunca obtendrán el imprimatur de este pontificado, Vida Nueva es una revista bienquista y respetable, a buenas con Roma y leída en obispados, parroquias y monasterios de bien. No les digo más que en ella colabora Fernando Vidal, que con su superpoder para leer en los corazones y delatar el odio que mueve los nuestros hace un impagable servicio a la Iglesia de Francisco.
En su último número publica el testimonio de dos homosexuales católicos ‘casados’, como viene siendo la tendencia actual en las curias de todo Occidente conducente a ‘revisar’ la doctrina católica sobre este espinoso asunto.
Toda la confusión está en el lenguaje, y en esto la Iglesia no es distinta al mundo. Fíjense, por ejemplo, en el propio titular, declaraciones de uno de los protagonistas: “Soy homosexual y no soy un católico de segunda”. Evidentemente, no existe la categoría “de segunda” en la Iglesia católica; no puede haber “católicos de segunda” mientras estemos en este mundo, solo pecadores. Por lo demás, no se trata de “ser” homosexual, sino de lo que se elige, de la actitud que se adopta frente a nuestras tentaciones, del tipo que sean.

Fíjense, asimismo, en los epígrafes en que se subdivide el texto: ‘Dios lo ha querido así’, ‘Mi forma de creer es católica’, ‘En clave de libertad de conciencia’. ¿Ven lo que están haciendo? La elección personal que toman los protagonistas no es fruto de su libertad, sino una especie de fatalismo consagrado por Dios, que “lo ha querido así”. Por otra parte, para ser católico, al parecer, basta que lo sea tu ‘forma’ de creer, no el contenido de lo que crees. Por último, la socorrida apelación a la “libertad de conciencia”.
Los dos primeros párrafos vale la pena citarlos íntegros, porque son ejemplo perfecto de este juego del lenguaje del que les hablaba arriba: “El papa Francisco llama incansablemente a una “Iglesia en salida”, que salga “al encuentro” de las “periferias existenciales”. Una actitud, sin duda, preñada de Evangelio, pero que se puede plasmar muchas veces sin dar un solo paso. Se trata, simplemente, de abrir las puertas y las ventanas de nuestros templos y que sean auténticas Iglesias vivas. ¿Cómo? A veces basta con un simple gesto de cariño y respeto, con hacer sentir a lo otro como lo que es: un hermano. Sea cual sea su situación o condición: ya sea una persona homosexual, inmigrante, en exclusión social, un sacerdote secularizado, un divorciado vuelto a casar o alguien con algún tipo de discapacidad. Una comunidad cristiana encarnada verá en esa persona solo un hermano”.
¿Lo ven? Primero, ese maravilloso mezclar churras con merinas, “discapacitado” o “inmigrante”, dos situaciones moralmente neutras, con “un divorciado vuelto a casar”, una circunstancia en la que ha habido una libre elección moral.
Y, luego, la perogrullada: la comunidad cristiana ver en esa persona a un hermano. Bien, pero ¿qué hace un cristiano con un hermano del que piensa que está en grave riesgo de condenación? Si el párrafo suena genial es solo porque va a rebufo de lo que constituye el pensamiento secular machaconamente repetido desde todos los ángulos, no porque demuestre esa ‘apertura total’ que se pretende. Si no me creen, sustituyan los perpetradores de nuestros pecados favoritos por, no sé, “defraudador de Hacienda”, “explotador de los trabajadores” o “traficante de armas”. ¿A que ya no queda tan bonito? Y, sin embargo, esos pecadores son tan “hermanos” como los demás, ¿o no?
Ese es el problema, el mismo que denunciaba Chesterton en su día: que el mundo moderno -ahora, también un importante sector de la institución eclesial católica- perdona muy fácilmente porque no encuentra nada que perdonar. Los pecados de moda no se consideran realmente pecados, pero acoger a ese ‘pecador’ sigue quedando muy tolerante.
Uno de los protagonistas juega al mismo juego en una de sus declaraciones: “Mi otra motivación es que quiero ayudar a que nuestra Iglesia sea más acogedora para los LGBT. Pero no por compasión, sino en el convencimiento de que en Jesucristo ya no hay griego ni judío, ni hombre ni mujer, ni homosexual ni heterosexual, sino que somos todos uno en Él”.
Está bien citar a San Pablo, pero quizá había una razón de peso para que el Apóstol de los Gentiles no incluyera “ni homosexual ni heterosexual”. Esas palabras no existían entonces, habría que esperar al Siglo XIX, porque lo que importaba no era lo que se “sentía”, sino lo que se hacía o se dejaba de hacer. Pero San Pablo también dijo esto, ya ven: “Por esto Dios dejó que fueran presa de pasiones vergonzosas: ahora sus mujeres cambian las relaciones sexuales normales por relaciones contra la naturaleza. Los hombres, asimismo, dejan la relación natural con la mujer y se apasionan los unos por los otros; practican torpezas varones con varones, y así reciben en su propia persona el castigo merecido por su aberración”. Es difícil eludirlo, ¿verdad?
La cuestión central en este blanqueo de las relaciones homosexuales no tiene mucho que ver con las propias relaciones homosexuales o con la moral sexual, realmente. La cuestión clave es que si la Iglesia, que durante dos mil años ha sido perfectamente clara y contundente en esta materia estaba equivocada, entonces no es fuente de verdad, sino de opinión. Y si lo que antes consideraba moralmente malo (abominación, para ser precisos) no lo es en absoluto, no hay razón alguna para pensar que ahora acierta. Ni en esto ni en ninguna otra cosa.
Si la misión de la Iglesia es cambiar con el mundo, dar una especie de sanción sagrada a las modas ideológicas del mundo, mejor seguir el mundo y dar de lado la Iglesia, porque el mundo va más rápido y, ¿quién quiere quedarse atrás?

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