martes, 26 de junio de 2012

ENTRE EL ABISMO Y LA ESPERANZA: EL NAUFRAGIO DE LA HUMANIDAD


      “Este consumir todo lo que rodea al hombre,
       alimentos, productos de toda especie, modas,
        valores,  ideas, neologismos, novedades, noticias, ídolos, marcas, imágenes y todo de una manera frenética, manifiesta en el hombre un deseo profundo de asimilarse a lo que él no es ni su condición humana le permite”.

      Héctor Padrón

El hombre moderno se asemeja a un náufrago, con una diferencia sustancial con el naufragio propiamente dicho.
En el caso que nos ocupa, el hombre es naúfrago por propia determinación.
Naufragar es el fin. Alcanzar el peñasco que lo salve es el objetivo inmediato. Pero, he aquí, que alcanzado el mismo siente una vez más el descontento, y reiteradamente  naufraga por propia determinación en busca de nuevos objetivos. 
El naufragio, camino desde que se sumerge a la deriva hasta que alcanza la meta propuesta, es el derrotero diario, buscando de nuevas sensaciones, nuevos bienes, nuevas acciones, en síntesis, nuevos e infinitos consumos.
En el naufragio agiganta la acción, el tiempo ocupado, los trabajos, las angustias, el interminable hacer.
El naufragio es todo aquello que le suministre los medios indispensables para llegar a la meta.
Una vez lograda surgen nuevas metas a alcanzar, nuevos desafíos, nuevas acciones, nuevas turbulencias, llevando una vida ansiosa y activa en la que jamás se piensa en el verdadero fin que debe proponerse en su vida.    
Continuando con el análisis que explica el auto naufragio del hombre observado en forma incipiente hace algunos años, pero persistente en la actualidad, el mismo muestra rasgos externos que son los que definen e incitar este proceder.
El ataque causal a los valores esenciales que rigieron la humanidad, provocaron confusión en los primeros tiempos, pero con el correr de los años se transformaron en incuestionables, debido al accionar persistente de los medios de comunicación sometidos al nuevo orden mundial.
La pérdida del sentido de orden y autoridad, entre otras distorsiones, fue erosionando gradualmente el acontecer familiar y comunitario, originando un desfase profundo en la vida social.
Si bien nuestro objetivo será el análisis y desarrollo de la preeminencia del abismo sobre la esperanza, profundizaremos nuestra exploración en el ámbito económico. Este constituye la estratagema que seduce al hombre para transformarlo en un inexperto servil, en definitiva, a los intereses de la globalización.
Embotados o eliminados los valores esenciales de la vida comunitaria, la economía capitalista tiene vía libre para hacer su cometido al servicio de los intereses a la que siempre se vio sometida.
El hombre económico es una entelequia del pasado, asistimos a la imposición y vigencia de un nuevo paradigma, el hombre consumista.
Es el trayecto final en la consolidación de una nueva sociedad donde ese nuevo hombre aspira irremediablemente a todo aquello que le pueda dar satisfacciones, efímeras, pero satisfacciones al fin.
Esa impronta vigente es la que lleva a que los naufragios a que hacíamos referencia sean incesantes, permanentes y cada vez más pródigos.
El hombre económico exteriorizaba ciertos reparos o manifestaba ciertas reticencias a desplegar las alas indefinidas del consumo.
El hombre consumista, por el contrario, exaspera al máximo su afán por apropiarse de bienes y servicios que le provean deleites inmediatos.
Esta derivación final del hombre sometido al neoliberalismo, trae aparejado consecuencias extremadamente delicadas para él mismo, la comunidad y la vida social
Con el fin de incentivar ese exacerbado consumismo se tiene activada al máximo la maquinaria de la producción, devastando a su paso, en la elaboración de bienes  muchas veces prescindibles, recursos naturales no renovables, derrochándose lo que se debería atesorar para generaciones futuras.
El proceso económico natural es producir en primera instancia, luego distribuir equitativamente el producto generado, para luego permitir el consumo medido y equilibrado de la comunidad, previo retener lo que le corresponde al Estado para sus actividades específicas.
De ello se desprende que lo prioritario en la vida económica es el consumo. Y todas las acciones deben estar orientadas a dar cumplimiento a estas exigencias.
Pero el consumo no es una disposición espontánea que se expande indefinidamente buscando satisfacer todo aquello que genera satisfacción, placer, etc.
Por el contrario, es una decisión responsable, equilibrada, justipreciada, que le permite a quien la ejecuta lograr una sensatez entre lo que piensa y lo que hace.
Debemos ser conscientes que las influencias externas que inciden sobre el consumo, como la publicidad, el atosigamiento de los medios de comunicación sobre el consumo y sobre el libertinaje de los valores naturales, apuntan irremediablemente a que el hombre se aproxime peligrosamente al abismo en detrimento de la justificada esperanza.
Por todo ello, en artículos sucesivos indagaremos las razones de esta nebulosa realidad que tanto influye en el hombre, sin que éste intuya su destino.
Alexander Solzhenitzyn afirma que el bienestar material se incrementa mientras el desarrollo espiritual se reduce. La sobreabundancia deja en el corazón una lacerante tristeza, del mismo modo que nadie experimenta calma alguna al arrogarse a un torbellino de placeres, sino enseguida, una sensación de agobio.
John Rockefeller, en sus Memorias, expresa de manera excelente esta mentalidad, resumiendo en cierta ocasión su credo diciendo que estaba dispuesto a pagar un sueldo de un millón de dólares a un apoderado, a condición de que poseyese (aparte, naturalmente, de las aptitudes necesarias) una carencia total de escrúpulos y estuviese dispuesto a sacrificar sin la más mínima consideración a miles de personas.
No en vano, la moneda es la traza indeleble que provoca las grandes calamidades de la vida; guerras, enfermedades, egoísmo, usura, individualismo, avaricia, codicia, etc.
En la modernidad que nos agobia, la balanza se inclina definitivamente hacia lo económico en detrimento de lo espiritual.
Sciacca analiza la diferencia que media entre los valores económicos y los valores espirituales. Lo propio de los valores económicos consiste en ser intercambiados y consumidos; lo de los valores espirituales es ser expresados y comunicados

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