25
de noviembre de 2014
Por: Juan Manuel De Prada
Y aún
me atrevería a decir que indispensable para el sistema: lo necesita como control
de daños último para sostener sus cimientos, para mantener en pie su edificio
de iniquidad. Adam Smith ya intuyó que cuanto mayor fuese su prole, más
imperiosamente reclamaría el trabajador una subida de su salario, pero sería
Thomas Malthus quien defendiese sin ambages que el mejor modo de evitar que los
trabajadores tuviesen demasiados hijos era mantenerlos en la pobreza. David
Ricardo, más brutalmente todavía, llegó a formular la conocida como «ley de
bronce de los salarios», según la cual los salarios tienden «de forma natural»
(nótese el sarcasmo) hacia un nivel mínimo que se corresponde con las
necesidades de subsistencia de los trabajadores; cualquier incremento de los
salarios por encima de este nivel –proseguía David Ricardo– provoca que las
familias tengan un número mayor de hijos. Aunque el economicismo clásico no se
atrevió a recomendar la anticoncepción como recurso para lograr que los
salarios tiendan «de forma natural» hacia su nivel mínimo, es evidente que la
idea planea sobre sus teorías como la sombra de un ave carroñera.
Será el
movimiento eugenésico el que finalmente se atreva a formular la ecuación, que
Margaret Sanger resume en una frase azufrosa: «Lo más misericordioso que una
familia humilde puede hacer por uno de sus miembros más pequeños es matarlo».
Pero al movimiento eugenésico, financiado por Rockefeller y otros plutócratas
de la época, le cayó encima el sambenito del nazismo; y tras la Segunda Guerra
Mundial el sistema decidió que, si deseaba conseguir que los trabajadores tuvieran
pocos hijos para poder pagarles salarios birriosos, tendría que recurrir a otra
retórica menos expeditiva. La encontró en la llamada «liberación sexual»,
aquella religión profetizada por Chesterton que a la vez que exalta la lujuria
prohíbe la fecundidad. Se trataba de inculcar en los trabajadores a los que
previamente habían arrebatado todos sus derechos laborales (derecho a un
salario digno, derecho a un trabajo estable, derecho a formar una familia,
derecho a permanecer en su tierra, derecho a alimentar y educar a sus hijos) la
creencia psicopática de que el derecho a follar sin tener hijos era mucho más
importante. No hizo falta sino fomentar la inmoralidad y revolver a la mujer
contra su propia naturaleza para lograr aquel prodigio de iniquidad: al fin el
sueño patrocinado por Rockefeller se había hecho realidad de modo insospechado,
con los trabajadores convertidos en cipayos cretinizados que se creían más
libres que nunca por poder follar sin tener hijos, mientras «de forma natural»
se les remuneraba con salarios ínfimos.
La
víspera de la manifestación contra el aborto se hacían públicos unos datos
escalofriantes que nos indican que un tercio de los asalariados españoles
cobran poco más de seiscientos euros al mes. Y esta situación ignominiosa se
hace mucho más habitual entre los trabajadores en edad de procrear: un 86% de
los jóvenes menores de 18 años, un 75% de los que cuentan entre 18 y 25 años y
un 38% de los que se hallan entre los 26 y los 35. Para que esos jóvenes no se
revuelvan contra el sistema, hay que evitar que procreen; y para evitar que
procreen, amén de la religión profetizada por Chesterton, es preciso el control
de daños del aborto. Por eso todos los gobernantes al servicio del sistema
mantendrán el aborto; y por eso cualquier político que quiera de veras plantar
batalla al aborto (y con el concepto prostituido de libertad sobre el que se
funda) deberá empezar por restablecer la justicia social, con salarios dignos
que cubran las necesidades del trabajador y de su familia. Todo lo demás es
arar en el mar.
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