lunes, 19 de junio de 2017

Romanismo

lunes, 19 de junio de 2017


Quienes caminen por la Peatonal Sarmiento, la calle más céntrica de la ciudad de Mendoza, podrán ver a las puertas de una de las parroquias más antiguas e importantes de la archidiócesis una enorme fotografía del Papa Francisco. Y a nadie le llama la atención. Ni a los paganos, que son la mayoría que por allí se pasea, ni a los católicos. ¿Qué ocurriría si, en la entrada de un templo protestante, viéramos expuesto el gigantesco rostro de su líder? Inmediatamente asociaríamos el lugar con algún tipo de secta de tercera categoría. Y lo mismo ocurre con los países: son muy pocos y de calidad fácilmente identificable los que desarrollan el culto a su líder, como Corea del Norte, Cuba o Venezuela. 
A nosotros, en cambio, nos parece absolutamente normal que un templo católico esté identificado por un gran plástico pintado con la figura del Papa. No está allí el rostro de Nuestro Señor, ni el de su Madre Santísima; ni siquiera el de Santiago o de San Nicolás, patronos de esa parroquia. Está el del Papa Francisco. Y el problema no es que la fotografía sea de Bergoglio; el problema es que sea del Papa. El problema seguiría siendo tan grave si en 1950 hubiera estado allí la foto de Pío XII o en 1918 la de Benedicto XV. El problema es que el catolicismo se está convirtiendo insensiblemente en un movimiento encolumnado detrás de un caudillo humano y no de un Dios hecho hombre.
Somos cristianos porque seguimos a Cristo, quien se reveló en las Sagradas Escrituras y en la Tradición, y que fundó su Iglesia sobre la piedra del apóstol Pedro a fin de que, a través de ella, recibiéramos los sacramentos y fuéramos enseñados en las divinas verdades para alcanzar, de esa manera, la salvación. Pues resulta que pareciera que ahora se ha desplazado el centro de gravedad. Un ídolo se ha colocado en lugar del Cordero. 
Modifiquemos ligeramente el ángulo. El Credo nos dice: “Creo en la Iglesia que es Una, Santa, Católica y Apostólica”. Y sabemos que esas son sus notas. Nosotros, para nuestro coleto, agregamos una más: Romana. No está mal, siempre que seamos conscientes de que la romanidad no es una de las notas de la Iglesia, sino el modo de expresar que estamos en comunión con el Sucesor del Apóstol Pedro en su sede de Roma. El problema está en que, desde poco más de un siglo, hemos dejado de ser “católicos romanos” para ser “católicos romanistas”. Y un hecho lo muestra con claridad: en muchas de nuestras iglesias flanquea el mismísimo altar la bandera del Vaticano. Yo me pregunto qué tiene que hacer esa bandera en el lugar más sagrado del templo. Y parece que ese es uno de los modos visibles de proclamar nuestra fe católica.
Lo cierto es que se trata de la insignia de un estado soberano -el Vaticano- cuyo jefe de estado es el Obispo de Roma que es, también, el jefe espiritual de la Iglesia católica. Es decir, la bandera blanca y amarilla no es la bandera de la Iglesia; es la bandera de un Estado. Si la Iglesia tuviera bandera, ésta debería ser una sencilla Cruz. Más allá de esto, el pabellón vaticano es muy reciente: fue adoptado por el Papa Pío XI en 1929 luego de los pactos de Letrán, en base a la bandera que había comenzado a usar a principios del siglo XIX la marina mercante pontificia.
La verdad es que a mi me importa un comino si un cura quiere poner junto al altar la bandera del Vaticano o la bandera de Bután. Lo que sí me parece preocupante es que se la confunda con la bandera de la Iglesia, y mucho más preocupante aún, que se confunda al Vaticano y a Roma con la Esposa de Cristo. Y que no seamos católicos romanos sino católicos romanistas o, peor aún, que no seamos ya católicos sino papólicos. 

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