
| 02 enero, 2020
Hubo un tiempo feliz, ya lejano, en que informar sobre el Vaticano era más bien aburrido, al menos para el fiel corriente. Del Papa llegaba poco, lo que llegaba eran palabras solemnes -encíclicas, motu proprios, ceremonias, nombramientos-, en muy contadas ocasiones y con un mensaje previsible que recordaba siempre el mensaje eterno de la fe.
Hoy se ha convertido en una actividad continua y, con frecuencia, trepidante, superficial y sorprendente. La noticia de estos días, por ejemplo, es una brevísima escena en un vídeo, una reacción poco ejemplar del Santo Padre pero absolutamente nimia, y la petición de perdón por parte del Papa en su siguiente alocución. El medio, también en la Iglesia de Cristo, es el mensaje.
Pero miento: la verdadera noticia ha estado en los medios y las redes sociales, en la reacción de tirios y troyanos a una anécdota tan trivial.
Muchos críticos del Papa han agigantado la acción, como si en vez de dos ligeros cachetes en la mano a la osada oriental le hubiera dado dos tiros, y los francisquistas de pro, los que saltan a la mínima en defensa del Pontífice insistiendo en que es solo un hombre y, al mismo tiempo, tratándole como si fuera mucho más, se han quejado amargamente de que se quiera dar tanta importancia a una mera anécdota que, como tal, no la tiene en absoluto.
Y, en principio, querríamos estar totalmente de acuerdo con ellos, pero aquí viene nuestra primera apostilla a todo este asunto: si esta anécdota no tiene mayor importancia en detrimento del Papa, entonces tampoco las anécdotas ‘simpáticas’ lo tienen a su favor. No se pueden cambiar las reglas del juego cuando se pierde.
Aquí estamos por evaluar la misión del Papa por sus grandes líneas, su estrategia general y su mensaje global. Pero suena bastante deshonesto que se pretenda que veamos mucho en que lleve zapatos viejos o vaya a visitar a una viejecita anónima y nada en que monte en cólera con una peregrina. O todo o nada. Son los ultramontanos de última hora los que se han pasado desde el primer día del pontificado de Francisco llamando nuestra atención sobre un sinfín de ‘photo-ops’ y amables sucedidos para subrayar ‘el estilo’ de Francisco, situándolo a veces por encima de su doctrina o como reflejo de esta. Ahora no pueden, simplemente, pretender que eso solo vale a veces.
La segunda apostilla es que en todo esto los bandos discuten acerbadamente si el Papa actuó bien o mal -él parece haber dejado claro que lo considera mal-, si mucho o poco, si estaba o no justificada su reacción. Pero entre tanto no muchos parecen sentir excesiva curiosidad en saber qué mensaje tenía la protagonista para el Papa como para actuar de modo tan grosero.
No es común agarrar con esa vehemencia a un líder mundial, rodeado de guardaespaldas que pueden dar al audaz un buen susto. Sin duda la mujer debía tener un buen motivo para arriesgar no solo la ira del pontífice, sino incluso algo peor, además de dar una imagen deplorable. Esa nos parece la actitud de alguien con un urgente interés en dar un recado al Santo Padre y, sinceramente, si algo puede aproximarse a una noticia en todo este lamentable asunto quizá sea eso.
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