Amanecía la década del setenta y Gualeguaychú despertaba con su
parsimonia de siempre.
Una aquilatada cultura, una educación eficaz que se vio respaldada por
los primeros profesores egresados del Sedes Sapientiae en la década anterior
contribuían a la ilustración local.
Además, algunas industrias importantes, varios centenares de comercios
locales, en los que sobresalían mayoritariamente los viejos almacenes que equilibraban
el termómetro económico, y en las épocas de las vacas flacas, ayudaban a las
familias con las famosas libretas o el “págueme cuando pueda”.
El complejo Zárate Brazo Largo ya estaba cerca en el tiempo y los
cambios, quiérase o no, que se avecinaban, serían rotundos.
Comienzan a movilizarse una serie de copoblanos que integraban las
sólidas y eficaces entidades y empresas locales.
Anhelaban un cambio cuantitativo en la ciudad, pero esencialmente
aspiraban a que ese cambio fuese prioritariamente cualitativo.
Movidos por la solidaridad, el desinterés y el intento de progreso,
comienzan a gestarse muchas reuniones, sobre todo desde el setenta y tres y
todo llega al pináculo de su concreción, el 8 de Febrero de 1974.
Hay algo que viene grabado a fuego desde la antigüedad, sin ir más
lejos, desde los tiempos de Platón.
Para que los hechos fundantes de obras, sean únicas en el tiempo por
sus bondades, debe haber una conjunción íntima entre el Ser y el Hacer. De lo
contrario todo cae en la banalidad de los tiempos, y muere inexorablemente sin
pena ni gloria.
Muchos fueron lo que aportaron para la concreción de esta institución,
ejemplo en la Argentina de aquel tiempo.
Solamente me referiré a tres de estos esforzados luchadores. Imposible
nombrar a todos.
El primero movido por el hacer y el hacer – Enrique Castiglioni – puso
todo de sí, hasta su propio bienestar material en esta lucha, que al comienzo
parecía muy lejana.
Es cierto que el hacer tiene su inestimable valor, pero necesita de un
complemento para que dicho hacer se transforme en un mojón que perdure y esté
orientado al bien común.
Ese complemento es el “ser”, el “contemplar” para dar la conjunción
ideal, y este aporte lo hizo Chichito Lapalma.
Pero, para alcanzar la plenitud, “la hipótesis superior en Platón”, se
necesitaba que esa unión ideal, levantara vuelo en una concreción sin
precedentes, y algo más debía emerger en esta quimera. Faltaba el que diera esa
puntada de trascendencia superior.
Para ello aparece un novel ingeniero, con muchas inquietudes, pero los
que participamos de sus largas charlas, comprendimos que no solo dominaba la
técnica de su profesión, sino que también exhibía aquilatados conocimientos
filosóficos y de otras ciencias superiores que lo ubicaban en el lugar indicado
para alcanzar estos objetivos de ensueño, donde el bien común era la impronta
que sobresalía. Me refiero a Romeo Cotorruelo.
Logró la conjunción perfecta entre el ser y el hacer.
Por ello, el parque industrial fue el símbolo, pero el centro fue la
educación y la cultura llevando a una ciudad ávida de sabiduría a un lugar de
preponderancia en su primer cuarto de siglo de existencia.
A medio siglo de entonces, no me queda más que el agradecimiento por
la posibilidad que tuvimos muchos jóvenes de entonces, de crecer
intelectualmente, y sobre todo éticamente, ante el compartir con tantos seres
humanos marcados por el amor a su terruño.
Roberto E. Franco
Agradezco la publicación de esta nota a Radio Máxima!
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