Mientras la noche se cierne sobre la humanidad, no solo por las
guerras infinitas que se lanzan día a día, sino también por el destino del
hombre que navega en aguas turbias, en una ciénaga, sumergido sin ansias de
salir, donde solo piensa como puede mantenerse con vida.
Pero eso es la consecuencia de hechos que se fueron produciendo -
“programados” – en los cuales se fue pergeñando el llamado “estado de
bienestar” donde los bienes y servicios al alcance de la mano se fueron
incrementando maravillosamente.
Ese estado de bonanza se incrementaba mágicamente, todo placer y todo
hedonismo era posible, y para que esto fuera el sumun del existir, algo debía
compensar tanta algarabía, algo debía ser denigrado para no entorpecer tanto
dislate: la educación.
Fue decayendo sin pena sin gloria, todos sus intérpretes, docentes,
padres se despreocuparon y el resultado fue que el educando entrara en una
abulia que la fue trasladando a todos los ámbitos de su vida.
Todo esto es un derrotero perfectamente ejecutado, sin fallas, y con
las claudicaciones de los responsables de defender los valores eternos.
La educación en valores se trasformó en una simple instrucción, donde
se fueron impartiendo conocimientos inconexos y fragmentados, carentes de
significado.
Entonces el alumno sin ilusiones, sin esperanzas, sale del claustro en
un estado de letargo ya que le da lo mismo estar o no estar, y se produce una
desconexión entre el aula, la familia y
la vida.
Otros componentes coadyuvaron para la decadencia de la educación como
fuente de vida.
La música, imaginada y programa pérfidamente por el Instituto
Tavistock que fue infiltrando en los jóvenes valores contrapuestos con la vida,
hasta llegar a la actualidad donde se juntan en un mismo lenguaje la música
procaz de intérpretes turbados y el desquicio del infame lenguaje inclusivo.
Estos dos componentes actúan sobre el fuero íntimo de los jóvenes para
ser hierba fértil a los intereses del nuevo orden mundial.
Sucede que la educación con mayúsculas tiene infinitas facetas afines
a la vida íntegra. Enseña a pensar, a valorar las cosas esenciales de la vida,
a tener ideales permanentes, aunque no sean más que ideales, sueños perennes
que en el alma se hacen realidad – utópicos – y reavivan la esperanza.
¡Por eso se debió matar la educación!
Que no se piense más, que no se sueñe, que el pudor desaparezca, vuele
como un barrilete al que se le cortó el piolín.
No hace
mucho un supervisor declaró que en la actualidad la excelencia era
una cuestión obsoleta en la educación dado que la escuela
debía ocuparse de ofrecer conocimientos estandarizados que estuvieran al
alcance de la totalidad de los estudiantes.
Este
Supervisor, supuestamente idóneo en materia educativa, estaba manifestando la
negación de toda jerarquía, de todo ideal de vida que
trascendiera la ramplonería que parece ser, hoy por hoy, la regla de vida.
Como lo describe
Carlos Lasa “este mísero personaje al que hoy hago alusión, condenado a la
pobreza más absoluta, vive de sus gustos, de sus caprichos, de sus intereses,
siendo incapaz de alcanzar una visión universal: estamos frente a
un ser inculto, que se mueve rechazando y demoliendo todo vestigio de lo
excelso. Hoy, lamentablemente, el odio a la excelencia (que es como decir, el
odio a esforzarse por adquirir una segunda perfección virtuosa), nos ha
conducido a la existencia de una sociedad en la que el hombre hermético (tal
como lo llamaba Ortega) se cree con pleno derecho a imponer su vulgaridad
dondequiera sea. Y no quiere lo excelso porque su abulia espiritual le
impide ponerse en movimiento para buscarlo”.
Como veremos
en otra nota, lo grave es que esa vulgaridad que lleva a tantos jóvenes a la
vida disipada, llena de placeres y derechos, y sin obligaciones, está tocando a
su fin . . . . . .
Roberto E. Franco
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